La montaña mediterránea, una cultura amenazada (Fotografía: Daniel Blanco Clement)

La montaña mediterránea, una cultura amenazada. Cap. 1: La cultura de vertientes

Recuperamos este artículo de José Antonio Castillo Rodríguez, doctor en Geografía, publicado en diciembre de 2022 en la revista Visión Natural. Lo dividimos en esta ocasión en cuatro capítulos para facilitar su lectura. Cuando se dice que necesitamos un cambio hacia una economía más sostenible, que funcione tanto para las personas como para el planeta, nosotros ponemos el foco en lo local, en la montaña mediterránea: un cultura amenazada.

La montaña mediterránea, una cultura amenazada

Con el presente trabajo pretendemos demostrar cómo los espacios naturales y humanos de las serranías mediterráneas se hallan en un creciente e imparable proceso de deterioro ambiental y despoblación. De un lado, las crisis sistémicas de las culturas de vertiente han propiciado el abandono de los campos y un vaciado de las cohortes jóvenes y maduras, con el corolario de un imparable envejecimiento. De otro, también han aumentado los riesgos de desaparición de numerosos ecosistemas de montaña, a causa precisamente de esta despoblación y del abandono consecuente de los usos silvoforestales que regulaban los procesos de esos espacios. Como campo de estudio hemos escogido las Serranías Penibéticas, el más cercano paradigma en este dramático proceso de despoblación y abandono.
José Antonio Castillo Rodríguez

1. La cultura de las vertientes

Desde los albores de la Historia, la montaña mediterránea ha estado poblada en mayor o menor medida. Unas veces como frontera ante las invasiones provenientes del mar, o a causa de diversos avatares políticos y sociales -la llamada “Montaña Refugio”-, otras como espacio en el que aprovisionarse de frutos, pastos, combustible, cera, caza, madera, resina, cal, minerales, agua, nieve, etcétera. En ellas, a ser posible en aquellas vertientes en exposición favorable y con posibilidades de abastecerse de las corrientes y manantiales, se producen los asentamientos que dieron lugar a muchas de las aldeas y poblaciones actuales, que han sobrevivido a procesos de despoblación previos a los que ahora contemplamos.

Benalauría. Fotografía: Javier Martos Martín

La vida en estos núcleos rurales y sus diseminados (domina la dispersión intercalar, sobre todo en las zonas más húmedas), a causa de la escasa vertebración interior y aislamiento con el exterior, respondía en muy buena medida a procurarse el autoabastecimiento o, en todo caso, a un intercambio de pequeño espectro a partir de una densa red de caminos que recorrían a diario cientos de arrieros. A ello coadyuvaba una estructura de la propiedad mayoritariamente minifundista, a veces con varias explotaciones en cierto modo especializadas, para lograr precisamente este suministro de productos básicos: el aceite, el cereal, los frutos variados, el ganado, los productos del bosque, la leña. Esta producción procuraba a veces unos excedentes que podrían ser enviados a pequeños centros de consumo cercanos, o bien se usaban como intercambio. La vida era muy simple: labores a lo largo del año según la estación y los ciclos que marcan el tiempo, las plantas y la tierra; ocupación intensiva de las parcelas con arboledas, bien en secano, bien en regadío en bancales o balates, a expensas de la nieve (las acequias de careo de las dos Alpujarras), o de las tomas del río con largos caces (Axarquía), o de un arroyuelo o de un manantial, con alberca y pequeñas acequias, incluso con huertas de fondo de vaguada mediante azud y caz, conformando una dualidad con la molinería.

El monte también disfrutaba de la trilogía mediterránea: el cereal era cultivado, bien a partir de siembra bajo los árboles, bien en las zonas marginales y laderas con fuertes pendientes, incluso en los lapiaces (“el pan de las piedras”), o era objeto de intercambio con los sembradíos de los pies de monte. Suministrada la harina a los molinos, hidráulicos en gran medida, el pan solía confeccionarse en hornos familiares con una frecuencia de cocción semanal. Por su parte, los cargos de aceitunas eran molturados en las almazaras de sangre o hidráulicas. En cuanto a la vid, tras la plaga de la filoxera amplias zonas de vid quedaron arrasadas, con un mayor o menor éxito de los cultivos de sustitución: mejor fortuna en las montañas más húmedas, y deforestación y creciente erosión en las más secas. Con las pocas cepas sobrevivientes el vino se pisaba en los lagares y se vendía, o se convertía en aguardiente a partir de los alambiques.

Amelgando con el mulo para la siembra (Estepona, finales de la década de 1990). Fotografía: José Aragón Bracho

La matanza era imprescindible para proveerse de proteínas y conservar la carne en forma de chacinas. En este aspecto, la conservación del monte de frondosas se hacía muy necesario con vistas a la montanera en los terrazgos o dehesas privados, en pequeñas piaras, o en las de los montes de propios con más carga ganadera. En ellos también podrían pastar vacas de razas autóctonas si las pendientes lo permitían, además del pequeño rebaño de cabras y ovejas, que eran mayores y más frecuentes en las altas sierras. El corral era costumbre en cada casa o cortijo de sierra, tanto para aprovisionarse de huevos -proteína elemental en caso de escasez de carne- como para proveerse de esta con gallinas, gallos y pavos. La caza era otro recurso en este caso, así como la pesca en los ríos. En definitiva, tal era el grado de auto aprovisionamiento, que en las pequeñas poblaciones apenas se abrían un par de tiendas para expender aquellos productos que el campo no les daba.

Era una montaña en plenitud paisajística, aunque muy humanizada en los valles intramontanos, casos de las dos Alpujarras y el resto de la montaña granadino-almeriense, Axarquía, Montes de Málaga y, en menor medida, en la Serranía de Ronda, por cuanto hombre y naturaleza se entrelazaban de manera continua, con un aprovechamiento al límite de los recursos naturales, sobre todo a partir del aumento demográfico que se hace patente ya desde el siglo XVIII. La relativa superpoblación y la consecuente falta de recursos dieron lugar más tarde a la roturación de nuevos terrazgos, incluso de los montes de propios, y en todo caso a la migración estacional de los jornaleros y algunos pequeños propietarios hacia las campiñas con motivo de la siega, incluso a las vendimias del norte de África.

El pasaje resultante, en fin, de todos estos avatares y usos, se resolvía a modo de islas de ager en las sierras occidentales, mientras que en el Xharq u oriente algunos cultivos se desarrollan de una manera abrumadora y continua, a expensas de la vegetación natural, caso de los Montes y Axarquía de Málaga con el viñedo, o de la extensión de los cultivos en la Alta Alpujarra. En muchos casos, el aprovechamiento de las montaneras en las sierras occidentales aceleró el cuidado y la extensión del saltus de alcornoques, quejigales y encinares, en el primer caso, además, por el alto valor que alcanzaban las sacas de corcho. Ese saltus se conservó en parte, gracias precisamente a su utilidad: además del ganado, la confección de carbones y picones para los mercados urbanos más próximos, la recolección de leña para el consumo doméstico, las abundantes caleras y los alambiques, transportados en ambos casos por una nutrida arriería.

Horno de los Almárgenes (Estepona, Sierra Bermeja). Fotografía: Rafael Galán García

Otro recurso en el bosque fue la explotación del pinar con entresacas para la extracción de madera, o de las resinas, a cargo de empresas especializadas (tal vez el único proceso extractivo industrial, junto con el de la minería, que acusó esta Montaña), o a escala local la existencia de hornos de miera a partir del enebral, la recolección de hierbas medicinales, de miel y cera, de hongos, de palma y esparto. Y finalmente, la nieve, toda una vieja actividad en las altas sierras, conservada y transportada (de nuevo la arriería) con técnicas ancestrales, aunque bastante efectivas.

Numerosas minas jalonaban también los espacios serranos, aunque las dificultades de extracción y la falta de buenos caminos hacían inviables el transporte y la comercialización.

Naturalmente, el fenómeno del turismo de nieve es muy posterior, aunque comenzará a gestarse en Sierra Nevada ya desde los inicios del pasado siglo, a cargo de aficionados, con la construcción de una carretera y ferrocarril eléctrico, y ya en los sesenta con la creación del complejo “Sol y Nieve».

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Puede leerse el artículo publicado en papel. con la maquetación, las fotografías y las referencias bibliográficas originales, en este enlace.

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