Recuperamos este artículo de José Antonio Castillo Rodríguez, doctor en Geografía, publicado en diciembre de 2022 en la revista Visión Natural. Lo dividimos en esta ocasión en cuatro capítulos para facilitar su lectura. Cuando se dice que necesitamos un cambio hacia una economía más sostenible, que funcione tanto para las personas como para el planeta, nosotros ponemos el foco en lo local, en la montaña mediterránea: un cultura amenazada.
La montaña mediterránea, una cultura amenazada
- Capítulo 1. La cultura de las vertientes
- Capítulo 2. El fin del equilibrio. La crisis de la agricultura de montaña a partir de los años cincuenta del siglo XX.
- Capítulo 3. La montaña protectora
- Capítulo 4. ¿Qué hacer?
Con el presente trabajo pretendemos demostrar cómo los espacios naturales y humanos de las serranías mediterráneas se hallan en un creciente e imparable proceso de deterioro ambiental y despoblación. De un lado, las crisis sistémicas de las culturas de vertiente han propiciado el abandono de los campos y un vaciado de las cohortes jóvenes y maduras, con el corolario de un imparable envejecimiento. De otro, también han aumentado los riesgos de desaparición de numerosos ecosistemas de montaña, a causa precisamente de esta despoblación y del abandono consecuente de los usos silvoforestales que regulaban los procesos de esos espacios. Como campo de estudio hemos escogido las Serranías Penibéticas, el más cercano paradigma en este dramático proceso de despoblación y abandono.
2. El fin del equilibrio. La crisis de la agricultura de montaña a partir de los años cincuenta del siglo XX.
Hubo crisis coyunturales durante el siglo XIX. La más catastrófica fue la de la filoxera en las décadas de los ochenta y noventa, que afectó gravemente a todas las solanas penibéticas. En los Montes de Málaga se perdieron más de 100.000 ha de viñedo, rompiéndose de manera dramática el vector Montes-Ciudad, hecho que trajo consigo la ruina de los campesinos, la de los artesanos y comerciantes urbanos que vivían del vino, y la erosión brutal de las vertientes al arrancarse las cepas, cuyos cultivos de sustitución no crecieron a tiempo para paliar la catástrofe. Esta plaga fue el comienzo de una serie de crisis sistémicas que crearon el caldo de cultivo para el hundimiento de otros sectores de economía malagueña. Tal era la acostumbrada y creciente relación, por lo menos desde las mozarabías de los Montes (siglo VIII), de aquella montaña con su ciudad.
Paisaje de viñedos en Manilva, con Sierra Bermeja al fondo
Sin embargo, el punto de partida del hundimiento generalizado de esta agricultura se encuentra en la década de los 50 del pasado siglo. El fin de la cultura de las vertientes se debe, en muy buena medida, a lo que hemos llamado “paradoja del progreso”. El periodo autárquico tras la Guerra Civil propició precariamente durante algunos años aquella economía marginal, incluso adquirieron valor ciertos terrazgos y productos que sostuvieron por un tiempo la vida en las montañas. Pero fue un espejismo: el Plan de Estabilización y la consecuente apertura de España a los sistemas económicos y financieros globales fundamentaron un trascendental cambio de paradigma en la ineficiente y anquilosada economía española que, en pocos años, transformó radicalmente las estructuras agropecuarias e industriales, a la par que, en nuestro caso, un turismo masivo comenzaba a colonizar las cálidas costas de Alborán.
El efecto fue devastador para esta montaña. Los productos agrarios locales, basados en unos modos arcaicos y de muy precarios rendimientos, acusaban además muy difícil salida, por cuanto las comunicaciones eran deficientes cuando no inexistentes: llegaban tarde y mal a los mercados de cercanía, donde debían competir con los que ofrecía una poderosa agricultura comercial, con precios muy atractivos que batían los esfuerzos del campesino de la montaña, cuyos rendimientos, sencillamente, dejaron de ser competitivos.
Ante la bajada de estos rendimientos, los productores se van empobreciendo paulatinamente, cunde la desazón y, como corolario, los primeros abandonos de tierras. No puede haber ni siquiera inversión en mejoras porque no hay capital, los créditos son caros y, en la práctica, imposibles. Las explotaciones pierden valor. El ganado igualmente, ante la invasión de productos cárnicos y lácteos, también muy competitivos, hecho agravado con la epizootia de la peste porcina que fulminó la excelente producción cárnica y los procesados del cerdo autóctono. Solo resisten algunos frutos secos y, en el caso de los Montes y Axarquía, el vino, una sombra de su pasado, y la pasa.
A todo ello se une la llegada de los combustibles fósiles, de la implantación generalizada de la electricidad, de los nuevos materiales de construcción. Todos ellos arrasaron con la producción de carbón, de cal, de leña, de cera; los plásticos empobrecieron la corcha, y las pleitas de palma y esparto; las carreteras y pistas forestales acabaron en la práctica con la arriería, que era el sostén de pueblos enteros. En resumen, la llegada del progreso arruinaba la casi totalidad de los elementos que habían propiciado el sustento de aquellas comunidades rurales. Las mejoras suponían, evidentemente, una mayor facilidad para los suministros, si se quiere una mayor calidad de vida para los habitantes, quienes vieron una cierta mejora en los equipamientos y comunicaciones, pero al mismo tiempo el fin de los usos y de los modos de vida que siempre habían conocido y que eran su sustento. En suma, la desarticulación de aquel su viejo mundo campesino. Esta es la gran paradoja de la que hablamos.
Escena agrícola tradicional (Estepona, mayo de 2014). Fotografía: Javier Martos Martín
A partir de aquí es fácil deducir que la emigración era la única salida. Jornaleros y pequeños propietarios son los primeros en marchar al extranjero o a los centros fabriles nacionales, aunque sobre todo y en nuestro caso, a los pujantes núcleos turísticos tan cercanos, o a las nuevas explotaciones agrícolas litorales, que ofrecían sueldos mejores y seguros con menos trabajo y fatiga. Luego seguirán los medianos propietarios, descapitalizados y arruinados. Familias enteras se van para no volver. Algunos incluso venden casa y propiedad.
Incluso las repoblaciones forestales entre los años 40 y 80, que supusieron una cierta interrupción de usos de los bienes comunales, cuando no compra o expropiación forzosa de pequeñas parcelas semiabandonadas, ejercieron una notable presión hacia la migración. También las grandes presas o embalses, con traslados de pueblos enteros hacia las nuevas zonas de colonización en las llanuras. En general, solo permanecen las cohortes maduras, y aquellos que precariamente y a fuerza de ímprobos trabajos consiguen algunos rendimientos, ayudados un tanto por las políticas de subvención agraria. Otros emigran de manera temporal o cíclica, aprovechando el ocio para cultivar sus exiguos terrazgos, pero en general, la diáspora es generalizada y los pueblos y campos quedan semivacíos, con pérdidas de población dramáticas y un envejecimiento irreversible. La vieja y hermosa montaña llegaba a su fin, perdiéndose en el abismo del progreso cientos de años de cultura sobre sus laderas y vertientes.
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